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La cuarentena venezolana: Una lucha contra el covid-19 y “el pan del día a día”

A la puerta de su casa, tres vecinos charlan como cualquier otro día en el popular barrio caraqueño de Catia. A su alrededor, como si la pandemia fuera ya un mal sueño del pasado, centenares de vendedores se arremolinan. Venezuela cumple este jueves cuatro meses de una cuarentena total quimérica.

«No, ¿cómo me voy quedar en casa? tengo que salir, si no, ¿cómo sobrevivo?», explica a Efe René Solarte, un vendedor informal que, igual que el 60 % de sus compatriotas, debe salir cada día a la calle para buscarse la vida. Incluso aquellos con un empleo e irrisorio salario a fin de mes deben acudir a trabajos complementarios para subsistir.

Eso de la cuarentena a René solo le hace esbozar una sonrisa debajo de un tapabocas artesanal que a duras penas hace poco más de lo que promete su nombre, cubre la mitad de su rostro pero poco garantiza filtrar.

El orden en medio del caos

En este inmenso sector de tradición comercial y aire popular a la entrada de Caracas, donde las zonas bajas tienen un aspecto más controlable y el resto se encarama en la montaña como si quisiera huir de sí misma, la vida no se ha congelado.

Eso sí, la Policía patrulla y trata de poner orden y control. Por eso, René deja de mostrar su mercancía (ajos, jengibre y el dulce papelón). Vienen los agentes de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) y hay una desbandada. Si les quitan los productos que han comprado por la mañana no tendrán nada que llevarse a la boca.

En Caracas, como en buena parte de América Latina, se gana el pan cada día. La diferencia es que los siete años de desastre económico han convertido los salarios de la mayoría en una cifra meramente decorativa que se debe complementar para poder llegar a fin de mes. O de semana.

Por eso, René, un emigrante retornado hace años a su país que recuerda con especial afecto las Islas Canarias, sale cada día a las 4 de la mañana al mercado mayorista, compra lo que debe vender ese día y subsiste con los cerca de diez dólares que gana en promedio por jornada. No hay alternativa.

Otros lo tienen aún más difícil, pues son muchos los que venden «fruta y otras cosas que si no sacan al momento, mañana se descomponen». Eso explica las carreras hasta la puerta más cercana en la que un vecino ajeno a la conversación permite a los trabajadores ocultarse de la Policía, que parece que no dará respiro.

«Del día a día»

El panorama no es muy halagüeño para aquellos en Catia que se esfuerzan a diario en tiendas formales como Alexander Pita, dueño de una frutería no lejos de la puerta que dio cobijo a los que se escondían de los agentes.

«Ha sido superdifícil porque la gente vive día a día y (la fruta) es una mercancía muy delicada. Nos dejan trabajar medio día, a veces hasta las 9 de la mañana, ha habido días que son las 9 y te mandan a cerrar, aquí se daña demasiado la mercancía y no hay nadie que te la reponga», explica en un local equipado con lo básico, sin refrigeración y prácticamente vacío de productos.

Para él, como para muchos, los cuatro meses de cuarentena, flexibilizada apenas dos semanas para algunos sectores de la economía, se está haciendo eterna.

Más aún con el miedo que genera un virus nuevo y desconocido que se antoja imposible de controlar en una zona en la que hasta bolsas usadas se venden, donde la falta de higiene, escasez de agua y la aglomeración de gente parece la semilla perfecta para un gran brote.

Ciento veinte días de anormalidad, de esfuerzo y de lucha, cuyos frutos no llegan. Venezuela sigue sumando cada día más casos de COVID-19 en medio de un sistema intermitente de flexibilización-restricción que, hasta el momento, no ha dado resultado.

Mientras tanto, el país ya tiene 96 fallecidos por el virus y más de 10.000 infectados, entre ellos, gobernadores, alcaldes, diputados, constituyentes, ministros y altos dirigentes, todos contagiados en la última semana.

Para todo hay clases

La situación es análoga a la que se vive en el otro extremo de la capital venezolana, Petare, donde se consideran con orgullo la mayor favela de Venezuela. En ella, la gente también vive día a día. Entre ambas, queda un sector intermedio que abarca desde la golpeada clase media hasta las pequeñas burbujas en las que acudir a una oficina es paisaje habitual.

Es el caso del céntrico bulevar de Sabana Grande, antiguo sueño para los pequeños y medianos comerciantes, en el que aquellos con un sueldo estable a fin de mes pasean entre las tiendas que un día fueron estilosos cafés de estilo europeo.

Hoy son heladerías, tiendas de electrodomésticos o de ropa por las que pasear y donde tomar el aire en un pequeño respiro de 72 horas de cuarentena dictado por el Gobierno. El tránsito es mucho menor al de un día anterior a que la pandemia lo cambiara todo.

Por el bulevar camina Juana Llanes, una enfermera que tras cuatro meses de duro trabajo, comienza a disfrutar de sus vacaciones. Ella sí puede esperar en casa con la solidez de un salario no boyante, pero constante a fin de mes.

«Hoy salimos y eso porque fue al médico, (estamos) encerradas, no hacemos visitas, salimos a comprar nada más. Estoy de vacaciones en mi trabajo y estoy aprovechando para no salir porque es difícil», explica Juana, que ha aprovechado el camino al médico junto a su sobrina para disfrutar de un rato bajo el sol.

Aquí, comienzan a verse tapabocas más apropiados y se asoma algún que otro guante de látex.

El lujo de la normalidad

Y claro, todavía más allá vive ese escaso 5 % que vive el lujo de la normalidad, aquellos con los que la crisis ha sido más benevolente y pueden darse caprichos que en otros lugares serían apenas la vida cotidiana: comprar un chocolate, ir al cine o pagar la cuenta del supermercado sin prestar tanta atención al coste final.

Hoy, el mayor de los lujos en zonas como Las Mercedes es poder hacer cuarentena. Sus centros comerciales están prácticamente vacíos, las calles están desiertas y apenas algún que otro vehículo, muchos de ellos de alta gama, surca las avenidas, hace una parada corta y continúa su camino.

Aquí sí abundan máscaras apropiadas para prevenir los contagios, guantes y algún que otro escudo plástico que cubre la cara por completo. El miedo al COVID-19 está ahí, pero se puede sortear.

Para el resto, ya lo dice René, el vendedor de ajos, en castellano universal: «la gente lo que está pensando es en comer, en sobrevivir, esa es la palabra».

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