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Las revoluciones democráticas de 1989-1990: Hungría (2)

Lo importante que es la reinterpretación del pasado para la realización de la política lo demuestran las diversas luchas democráticas que tuvieron lugar en Hungría. En ese país, cada reforma importante arrancada al régi­men dirigido por Janos Kadar, era condición de un ajuste en la historia ofi­cial, y viceversa. Particularmente intensiva fueron las controversias para de­signar a los acontecimientos que tuvieron lugar en 1956 a los que László Varga denominó con razón «la bomba de la historia húngara»

De acuerdo a la lectura oficial, 1956 fue primero bautizado por el régimen como contrarrevolución fascista y más tarde como contrarrevolución a secas. A medida que Kadar consolidaba su poder mediante relaciones tácitas de compromiso con la oposición, la lectura oficial comenzó a interpretar 1956 como un levantamiento conducido por sectores antisocialistas en el que ha­bían participado «sectores populares». En 1980-1981, el régimen comenzó a utilizar una fórmula neutral para referirse a esa fecha: «Los acontecimientos de 1956». Como consecuencia de los movimientos sindicales y estudiantiles de reforma ocurridos en 1988, el régimen hizo otra concesión, la última que po­día hacer: 1956 fue un movimiento de protesta popular. Recién después del entierro simbólico de Nagy en 1989, 1956 pasó a ser denominado como lo que fue: una revolución social.

La revolución de 1989 hacía posible semántica­mente a la revolución de 1956, de la misma manera que 1956, grabado en la historia colectiva, hizo posible a 1989.

En casa de Caín no debe ser nombrado Abel. 1956 debía ser falsificado en Hungría como parte del compromiso tácito llevado a cabo entre el kadarismo y la oposición. El contrato social no escrito entre el gobierno y la oposición rezaba más o menos así: «nosotros nos comprometemos a suavizar la represión, abrir espacios para una economía de mercado, e incluso permi­tir informalmente a la oposición, y ustedes no nos molestan con peticiones desmedidas que puedan provocar las iras de la URSS. Para eso es necesario callar sobre el orígen del régimen, esto es, sobre 1956».

La oposición aceptó, no tenía otra alternativa, las reglas del juego surgida de ese sistema espe­cial en donde se conjugaban armónicamente tanto la fuerza como la debilidad del gobierno y de la oposición. El «kadarismo» se constituyó así como un sistema político «sui generis» que se mantenía no en base a la legitimación, pero si en base a la tolerancia recíproca, mediante un juego peligroso de concesiones mutuas, pero también de duros enfrentamientos ocasionales que suplían a las mesas negociadoras. La mentira (o lo que es parecido: los si­lencios) como suele ocurrir en muchas relaciones personales, formaba parte de la convivencia. El psicólogo húngaro Ferenk Mérei bautizaría a ese sistema como «auto represión nacional» .

Kadar era, y el lo sabía, un gobernante históricamente ilegítimo. El, y no Nagy era el representante directo de la contrarrevolución. La revolución, como ocurriría en Checoeslovaquia en 1968, había surgido de una combi­nación dada entre el movimiento de protesta popular en contra de la dicta­dura estalinista de Rakosy y deserciones de la Nomenklatura, hastiadas de ese régimen que tenía trecientos mil detenidos en campos de concentración, decenas de miles en las cárceles, miles de ejecuciones y todo eso, en un país cuya población no pasaba de diez millones.

La revo­lución de 1956 había irrumpido en conexión paralela con el levantamiento po­pular de Polonia, el mismo año. Por esas razones, antes que los disidentes hungaros, los polacos, como fue el caso de Mischnik y Kuron, que vivían fases más avanzadas en su lucha contra su propia despotía, habían incorporado a la tragedia húngara a sus tradiciones, acto que sorprendió a la propia oposición hungara, interesada en buscar soluciones parciales de com­promiso con el «kadarismo».

El mismo Imri Nagy había sido un típico representante de la Nomenkla­tura pero, como algunos políticos, poseía sensibilidad popular y sobre todo, nacional. Hasta octubre de 1956 fue un mediador en el poder entre los mo­vimientos estudiantiles y obreros y el sector más conservador del Partido apoyado desde la URSS. Mérito suyo fue haber saludado el levantamiento popular de fines de octubre, planteando la necesidad de que el Partido se apoyara en él y reconociendo los Consejos obreros y populares surgidos de la sublevación. Su paso más decisivo fue anunciar la retirada de Hungría del el pacto de Varsovia proclamando su neutralidad, siguiendo el camino titoísta de Yugoeslavia, acto que no fue recibido con alegrías en Moscú.

El 2 de no­viembre el Partido inició una trayectoria de reformas radicales, conducido por Nagy, Luckas y Kadar. Nagy pasó a ser, en ese extraño triunvirato, el representante de la revolución popular en el Estado. El 4 de noviembre lle­garon las tropas soviéticas llamadas por Kadar, quien al mismo tiempo reco­nocía los Consejos surgidos del levantamiento popular, el 14 de noviembre. Pero el 21 de noviembre, el mismo Kadar, apoyado con las bayonetas soviéti­cas, impide reunirse al Consejo Nacional de Trabajadores. El 23 de noviem­bre, no se sabe si, o con, más probable con, consentimiento de Kadar, Nagy fue secuestrado por los soviéticos. Pronto sería asesinado, junto con sus más inmediatos colaboradores. Las palabras que pronunció durante su pro­ceso fueron clarividentes: «Yo me pregunto si aquellos que hoy me condenan no serán los mismos que un día me rehabilitarán».

Consecuentemente, el 4 de diciembre, Kadar culminaría su traición disolviendo los Comités Revoluciona­rios y los Consejos Obreros. Una represión sin paralelos en su historia, cayó sobre el país. El pueblo salió a las calles a defender su revolución traicionada. Como en un canto de cisne, los obreros húngaros decretaron la huelga general del 10 y 11 de diciembre. El presidente de los Consejos obreros Sandor Racz fue detenido. El Danubio se volvió rojo con las sangre que caía desde los puentes.

Esa breve relación cronológica era la parte de la historia húngara que en virtud de compromisos posteriores fueron relegados al olvido. Kadar, quizás el personaje más trágico de todos, no podría quizás, en lo más profundo de su alma, olvidar la traición cometida. Para salvar al socialismo había hecho asesinar a obreros, soldados, estudiantes y campesinos y, a sus mejores amigos y camaradas.

Si la «culpa» de los personajes históricos juega algún papel, sin dudas Kadar tiene algo que ver con las reformas que co­menzó a realizar el régimen en su fase tardía, pues ellas eran, en el fondo, las mismas que había prometido Nagy. Los años, sin embargo, pasan. El Da­nubio volvió a su opaco color natural (desde los tiempos de los valses de Strauss no es azul) y Kadar fue adoptando la imagen de un déspota bondadoso y patriarcal a quien, por mandato superior, los niños en las escuelas llamaban el «tío Janos».

Por cierto, el «kadarismo» gobernaba tam­bién en base a un mecanismo basado en el chantaje. Así como el Rey que dijo «después de mí el Diluvio», Kadar parecía decir, «sin mí la invasión». Es decir, Kadar sugería a su pueblo, y la sugerencia no era del todo incierta, que bajo su régimen podían consumarse las reformas hasta el máximo posible permitido por la URSS. La aceptación de Kadar, así como después la de Jaruzelzky en Polonia, se basaba en el miedo. Es por eso que cuando las re­formas de Gorbachov fueron aplicadas en la URSS, desapareciendo la amenaza de la invasión, la realidad había superado los límites, después de todo, bastante amplios, impuestos por el «kadarismo». Había terminado la historia de Kadar y el nombre de Nagy podía, al fin, ser rehabilitado.

1989 fue un reencuentro del pueblo húngaro con su propia historia, el momento de la catarsis; del fin de la mentira y de los silencios, o lo que es igual: la liberación de las palabras, las que podían ser restituídas a las cosas a las que pertenecían. Como en un film norteamericano, el mismo día en que co­menzaban los procesos legales para rehabilitar el nombre de Nagy, murió Janos Kadar. En verdad, merecía el suicidio.

En mayo de 1990, el Parlamento, después de cuarenta años, libremente elegido, decretó por unanimidad que el 23 de octubre, día en que comenzó la revolución húngara de 1956, fuera declarado fiesta nacional. Así es la historia. La verdad de las cosas es que el entierro de Nagy había sido el de Kadar.

 

Texto extractado y resumido del libro «El Orden del Caos, Historia del fin del Comunismo»» de Fernando Mires. Editorial Araucaria, Buenos Aires, 2005.

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